Llueve.
La ciudad está
oscura, sin apenas luz, sin apenas vida. Un frío viento me coge desprevenida y
hace volar mi paraguas. Logro atraparlo de nuevo y me vuelvo a aislar en mi
pequeño refugio impermeable. Es un día triste. La oscuridad lo entristece aún
más, y lo hace más solitario. Apenas hay gente en la calle: un vagabundo está
buscando refugio para pasar la noche y una pareja de jóvenes enamorados corren
cogidos de la mano, riendo y chapoteando bajo la lluvia como niños. Parecen no
tener preocupaciones, como si no les importara ensuciar sus elegantes ropas de
trabajo. Siento envidia, pero a la misma vez me alegro por su felicidad. Siento
ansias de experimentar ese sentimiento de libertad al dejar que la lluvia se
apodere de mi cuerpo.
La intensa lluvia se
calma, y las antes grandes gotas son substituidas por pequeñas pero continuas
lágrimas de cielo. Me dirijo hacia un estrecho callejón en busca de algún bar
de mala muerte en el que sentirme acompañada a estas altas horas de la noche.
Parece que un agujero negro haya absorbido a todos. Ni una sola alma vaga por
el lugar, ni sola ni acompañada. Se respira un aire fresco y húmedo, y el
callejón me resguarda del brusco viento. Avanzo por el casi claustrofóbico
callejón, pero la búsqueda de refugio es en vano. Al llegar al final me
encuentro en una pequeña plaza. Me siento sola, pero en realidad no lo estoy.
Una distante melodía es eclipsada por las campanadas de la iglesia que resuenan
por todo el barrio. Al cesar las campanadas, la melodía sigue su discurso. Miro
a mi alrededor buscando el origen de ese conjunto de sofisticadas notas de
jazz, pero solamente veo a un gato huyendo del agua. En una esquina de la
plaza, veo una sombra resguardándose en un portal. Me acerco a ella y a medida
que avanzo, la suave melodía de un saxo se intensifica. Reconozco la melodía.
Es “I’m in the mood for love” del magnífico saxofonista Charlie Parker, una
pieza del jazz que parece haber estado creada para días como hoy. El misterioso
saxo es tocado por un hombre de mediana edad. Su expresión me transmite
sentimiento. Puedo sentir cómo saborea cada nota, una por una intentando retenerlas, hasta dejar que
el viento se las lleve. Lo miro fijamente, hipnotizada por su música. De
pronto, abre los ojos y sube la mirada. Interrumpe su concierto y me sonríe.
Sin decir palabra, vuelve a coger suavemente las curvas del instrumento entre
sus ágiles dedos. Ha cambiado de melodía. Cuando me doy cuenta, las campanas
vuelven a sonar y miro el reloj. Llevo media hora dominada por las notas que
surgen del perfecto instrumento, bajo la lluvia. El hombre está feliz, yo soy
feliz, la música nos hace felices. De repente, siento que todo me da igual, mis
pensamientos se alejan junto al “swing” del jazz. Sólo quiero disfrutar, dejar
que la lluvia me moje y sentirme viva. Ante los incrédulos ojos del saxofonista
dejo caer suavemente mi paraguas al suelo y salgo del portal en el que nos
resguardamos. Las primeras gotas de lluvia me caen en la cara y dejo ir una
divertida y aniñada risa. El hombre me mira divertido. Cómo si me hubiera leído
el pensamiento, suenan las primeras notas de “Singing in the rain”. Esta vez me
río libremente, sin esconder nada. Mis botas de agua empiezan a chapotear en
los charcos. Vuelvo a ser aquella niña de diez años ajena a la realidad, para
la que ser feliz es tan fácil como llenar su ropa de barro y salpicar con sus
coloridas botas de agua. Chapoteo a ritmo de jazz, respiro a ritmo de jazz,
bailo a ritmo de jazz, vivo a ritmo de jazz. Me dejo llevar por la sensual
melodía que me atrae a ser suya. El jazz me seduce, y yo me dejo controlar. Me
siento libre y hago mía toda la plaza. Salto, canto, chapoteo, bailo. Soy yo,
pero a la vez soy una yo extasiada. Una yo más niña disfrutando de la libertad.
Veo como el saxofonista viene a reírse de los problemas y de la dureza de la
vida conmigo.
Cuando nos damos cuenta,
las campanas vuelven a sonar. Seis sonoras campanadas. Sí, las seis de la
mañana. Nos miramos y nos reímos a carcajada limpia. La lluvia ha cesado y ni
siquiera nos hemos dado cuenta. Es hora de despedirse, el jazz tiene que ir a
dar libertad a otras vidas. Nos damos un intenso abrazo.
-
Gracias. – Me
dice él.
-
Gracias a ti.
Recojo mi paraguas y
vuelvo al claustrofóbico callejón. Sonrío para mí, orgullosa y feliz de haber
vivido hasta las seis a ritmo de jazz.
Lau
"Puede haber cierta magia cuando escribo, pero el resto del día soy nada más que un amante del jazz como hay millones por ahí." Haruki Murakami