Ella tan solo era una niña de
seis años a la que oír una simple risa ya la hacía feliz.
De repente, su cometa se
le escapó de las manos. Sin pensarlo dos veces salió corriendo tras ella,
avanzando a pesar de la resistencia que le oponía la arena. Era una parte de
ella, y con ella sentía que podía
controlar el cielo. Saltaba, pero la fina cuerda se deslizaba y se
escabullía de sus pequeñas manos. La cometa cada vez volaba más alto,
adentrándose en el cielo. Sabía que no
la podría atrapar, pero seguía corriendo. El viento acariciaba suavemente
el frágil rostro de la niña, y despeinaba sus pequeñas dos coletas. Las diminutas gotas saladas de las olas impulsadas
por el viento salpicaban la pequeña y ovalada cara de la chiquilla. Dio por
perdida la cometa, y con un llanto de decepción se arrojó en los brazos de su tía, quien la consoló y le prometió
que comprarían una nueva. Una vez calmada, se lamió las mejillas. Le gustaba
sentir el sabor de la sal juntamente con
la dulzura de las lágrimas. Tras unos cuantos sollozos más y con la nariz enrojecida, como le ocurría
siempre que lloraba, se dirigió hacia el mar, hipnotizada por la espuma de las olas y haciendo caso
omiso de las advertencias de su tía de no adentrarse en el agua. Se acercó hasta
la orilla y empezó a buscar conchas. Sentía una enorme curiosidad
por ellas. Desde que tenía uso de razón que recolectaba conchas y caracolas. Le
atraían y ella las encontraba atractivas a todas y cada una de ellas. Siempre
acababa con los bolsillos llenos a
rebosar de ellas, hacía una selección, y seguía con su búsqueda para volver
a acabar con los bolsillos llenos. Eran su perdición. Tanto de pequeña como de
más mayor, siempre ha llevado una preciosa caracola encima, es su amuleto, le recuerda a su infancia, a sus orígenes y al sitio en el que se siente ella misma y donde solo existen ella, las caracolas, la fina
arena, la brisa marina y el mar. Le apasionaba saber que esos seres
inanimados habían viajado bajo el mar miles y miles de kilómetros durante
siglos, de playa en playa, de océano en océano, de ola en ola.
Después de hacer la indecisa
selección de conchas y las caracolas, se dirigió hacia la toalla donde estaban
su tía y sus primos mientras sin
percatarse de ello dejaba tras ella un camino de conchas. Orgullosa, les enseñó su hazaña, y les obligó a contemplarlas
todas, una por una. Quería que los demás
sintieran la misma admiración que sentía ella, sin embargo, años después
aprendería que eso no sería posible.
Agotada por su descubrimiento, se
tumbó en la caliente arena, y como hacía y hace siempre que quiere alejarse de la realidad, cerró los ojos
y relajó el cuerpo, fundiéndose con la
arena, y escuchó el sonido de las
olas del mar rompiendo contra el espigón. Se sentía viva y a la misma vez ausente. Años más tarde, tan solo cerrando
los ojos y escuchando el murmullo de las olas se libera, se siente ella misma.
Al incorporarse, respiró
profundamente, renovando todo el aire
de los pulmones. Se sentía más viva que nunca. Pronto llegaría la magia. Su momento preferido del día. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo.
Quería aprovechar absolutamente cada segundo de los días siguientes. Cada año
esperaba con ansias a que llegara la hora de poder ir a ésa playa, a la playa
de Moguer. Fuera invierno, verano, otoño o primavera, nevara o hiciera un sol
asfixiante, para ella cualquier época
era perfecta para ir a la playa de Moguer.
El sol se pondría pronto, la arena se enfriaba i
una suave brisa marina estaba
empezando a envolver el paisaje. A medida que el sol iba bajando, atraído por
el horizonte del mar, un olor a sal y a
mar se intensificaba. La magia
comenzaba su espectáculo. En el primer número, una degradación de tonos azules invadió el cielo. En los números
siguientes, el Sol se iba acercando cada vez más al horizonte, y los tonos azulados se volvían anaranjados.
En el número final del espectáculo,
diferentes tonos de colores rojizos, anaranjados, rosados y amarillentos
pintaron en el cielo un increíble atardecer. Eran unos valiosos minutos que
la pequeña deseaba con todas sus fuerzas transformar
en eternidad. Intentaba retener lo que tenía delante de sus ojos sin pestañear, pensando que así no habría espacios
en su recuerdo. Deseaba guardar el momento en su memoria, para que en
cualquier momento, de vuelta a Barcelona, pudiera recordar ese estado de libertad, paz y éxtasis. Cada
año lo experimenta, pero cada año es diferente. Es una de esas cosas de las que
uno repite y repite, y cada vez hay algo
nuevo, pequeños detalles, o descubrimientos de emociones escondidas. Podría
estar horas, días, semanas, meses observando el atardecer de Moguer.
Día tras día el sol se fue
poniendo, creando atardecer tras
atardecer un mágico espectáculo en el cielo. Y los años fueron pasando,
pero el sentimiento de libertad era el mismo. La niña ahora no tan pequeña descubría los rincones escondidos de la
vida, sus dificultades, sus curiosidades, sus tragedias y sus alegrías. Se
iba acostumbrando a la vida, con el
tiempo aprendía a vivir. Anhelaba la
libertad de una cometa que se pierde en el cielo de la mano del viento.
Pero a pesar de todos los cambios que experimentaba, había una sola cosa
intocable, imborrable e invariable: la
arena y sus conchas, las olas y su espuma, el mar y sus olores y sonidos, y los
mágicos atardeceres de la playa de Moguer.
Y la niña, al igual que la cometa, crece agarrada a una vida y dependiendo
de ella, pero en un futuro llegará el día en que tanto la cometa como la chica
se escabullan de sus ataduras, dejando atrás el pasado, para vivir un presente en
libertad y siendo ella misma.
Lau
Pura filosofía Bob Marleyiana: "Algunas personas sienten la lluvia. Otras simplemente se mojan" Bob Marley
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