miércoles, 2 de noviembre de 2011

Anhelando la libertad de una cometa...


Ella tan solo era una niña de seis años a la que oír una simple risa ya la hacía feliz

De repente, su cometa se le escapó de las manos. Sin pensarlo dos veces salió corriendo tras ella, avanzando a pesar de la resistencia que le oponía la arena. Era una parte de ella, y con ella sentía que podía controlar el cielo. Saltaba, pero la fina cuerda se deslizaba y se escabullía de sus pequeñas manos. La cometa cada vez volaba más alto, adentrándose en el cielo. Sabía que no la podría atrapar, pero seguía corriendo. El viento acariciaba suavemente el frágil rostro de la niña, y despeinaba sus pequeñas dos coletas. Las diminutas gotas saladas de las olas impulsadas por el viento salpicaban la pequeña y ovalada cara de la chiquilla. Dio por perdida la cometa, y con un llanto de decepción se arrojó en los brazos de su tía, quien la consoló y le prometió que comprarían una nueva. Una vez calmada, se lamió las mejillas. Le gustaba sentir el sabor de la sal juntamente con la dulzura de las lágrimas. Tras unos cuantos sollozos más y con la nariz enrojecida, como le ocurría siempre que lloraba, se dirigió hacia el mar, hipnotizada por la espuma de las olas y haciendo caso omiso de las advertencias de su tía de no adentrarse en el agua. Se acercó hasta la orilla y empezó a buscar conchas. Sentía una enorme curiosidad por ellas. Desde que tenía uso de razón que recolectaba conchas y caracolas. Le atraían y ella las encontraba atractivas a todas y cada una de ellas. Siempre acababa con los bolsillos llenos a rebosar de ellas, hacía una selección, y seguía con su búsqueda para volver a acabar con los bolsillos llenos. Eran su perdición. Tanto de pequeña como de más mayor, siempre ha llevado una preciosa caracola encima, es  su amuleto, le recuerda a su infancia, a sus orígenes y al sitio en el que se siente ella misma y donde solo existen ella, las caracolas, la fina arena, la brisa marina y el mar. Le apasionaba saber que esos seres inanimados habían viajado bajo el mar miles y miles de kilómetros durante siglos, de playa en playa, de océano en océano, de ola en ola. 

Después de hacer la indecisa selección de conchas y las caracolas, se dirigió hacia la toalla donde estaban su  tía y sus primos mientras sin percatarse de ello dejaba tras ella un camino de conchas. Orgullosa, les enseñó su hazaña, y les obligó a contemplarlas todas, una por una. Quería que los demás sintieran la misma admiración que sentía ella, sin embargo, años después aprendería que eso no sería posible. 

Agotada por su descubrimiento, se tumbó en la caliente arena, y como hacía y hace siempre que quiere alejarse de la realidad, cerró los ojos y relajó el cuerpo, fundiéndose con la arena, y escuchó el sonido de las olas del mar rompiendo contra el espigón. Se sentía viva y a la misma vez ausente. Años más tarde, tan solo cerrando los ojos y escuchando el murmullo de las olas se libera, se siente ella misma.

Al incorporarse, respiró profundamente, renovando todo el aire de los pulmones. Se sentía más viva que nunca. Pronto llegaría la magia. Su momento preferido del día. Siempre lo ha sido y lo sigue siendo. Quería aprovechar absolutamente cada segundo de los días siguientes. Cada año esperaba con ansias a que llegara la hora de poder ir a ésa playa, a la playa de Moguer. Fuera invierno, verano, otoño o primavera, nevara o hiciera un sol asfixiante, para ella cualquier época era perfecta para ir a la playa de Moguer. 

El sol se pondría pronto, la arena se enfriaba i una suave brisa marina estaba empezando a envolver el paisaje. A medida que el sol iba bajando, atraído por el horizonte del mar, un olor a sal y a mar se intensificaba. La magia comenzaba su espectáculo. En el primer número, una degradación de tonos azules invadió el cielo. En los números siguientes, el Sol se iba acercando cada vez más al horizonte, y los tonos azulados se volvían anaranjados. En el número final del espectáculo, diferentes tonos de colores rojizos, anaranjados, rosados y amarillentos pintaron en el cielo un increíble atardecer. Eran unos valiosos minutos que la pequeña deseaba con todas sus fuerzas transformar en eternidad. Intentaba retener lo que tenía delante de sus ojos sin pestañear, pensando que así no habría espacios en su recuerdo. Deseaba guardar el momento en su memoria, para que en cualquier momento, de vuelta a Barcelona, pudiera recordar ese estado de libertad, paz y éxtasis. Cada año lo experimenta, pero cada año es diferente. Es una de esas cosas de las que uno repite y repite, y cada vez hay algo nuevo, pequeños detalles, o descubrimientos de emociones escondidas. Podría estar horas, días, semanas, meses observando el atardecer de Moguer. 

Día tras día el sol se fue poniendo, creando atardecer tras atardecer un mágico espectáculo en el cielo. Y los años fueron pasando, pero el sentimiento de libertad era el mismo. La niña ahora no tan pequeña descubría los rincones escondidos de la vida, sus dificultades, sus curiosidades, sus tragedias y sus alegrías. Se iba acostumbrando a la vida, con el tiempo aprendía a vivir. Anhelaba la libertad de una cometa que se pierde en el cielo de la mano del viento. Pero a pesar de todos los cambios que experimentaba, había una sola cosa intocable, imborrable e invariable: la arena y sus conchas, las olas y su espuma, el mar y sus olores y sonidos, y los mágicos atardeceres de la playa de Moguer. 


Y la niña, al igual que la cometa, crece agarrada a una vida y dependiendo de ella, pero en un futuro llegará el día en que tanto la cometa como la chica se escabullan de sus ataduras, dejando atrás el pasado, para vivir un presente en libertad y siendo ella misma.



Lau


Pura filosofía Bob Marleyiana:  "Algunas personas sienten la lluvia. Otras simplemente se mojan"   Bob Marley


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